Thursday 20 May 2010

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN.

Todo sucedió una noche de Octubre. Nada me fascina más que contemplar la luna y la de aquella noche era preciosa. Se que pensé en ir a buscar mi cámara y hacer un par de fotografías, pero descarté la idea cuando me di cuenta de que en realidad no sería capaz de capturar su hermosura en todo su esplendor, aunque fuera luna llena. Capturarla de otra manera, no merecía la pena.

Hacía una noche estupenda para abrigarse y salir a dar un paseo por el pueblo, tal vez llegar hasta el parque del puente romano o simplemente perderse por las silenciosas calles que, en la época estival, acogían a los habitantes del pueblo hasta altas horas de la noche.

Dormía placidamente, cuando unos gritos me despertaron. Al principio pensé que era alguien en la calle y simplemente me giré tapándome la cara con la almohada, esperando que durase poco para poder retomar mis sueños. No era capaz de ubicar su procedencia y tampoco entendía qué era lo que se gritaba.
Después de media hora sin interrupción y casi despierta, por fin recordé que había oído aquellos gritos no hacía mucho tiempo, tal vez un par de meses. Eran una pareja, discutiendo. Que si esto no, que si eres esto, que si eres aquello. Horrible. Discutían acaloradamente y parecía una competición para ver quién gritaba más.

Busqué el móvil en la mesita de noche a tientas y toqué una de sus teclas para ver la hora. Eran casi las cuatro de la mañana. Me sentí afortunada de nunca discutir con mi marido, al menos no de esa manera, y me levanté. Fui al baño, me lavé la cara y, como estaba despierta, me acerqué a la ventana y me apoyé a escuchar. Solo se les escuchaba a ellos y no sé si sentí frío por los gritos y lo que se decían o porque era madrugada, pero igualmente me puse un jersey. No había otras luces encendidas, al menos en las casas que divisaba desde mi ventana. Las casas y sus habitantes se hacían los sordos, era mejor no preguntar, no indagar, no saber. Dejarlos gritar y esperar a que se terminara. Si supiera dónde viven iría a su casa y los pondría a parir, me dije. Mi cabreo aumentaba según transcurrían los minutos, podía dar por perdida la noche, de eso estaba segura. Pero porqué no se callaban, cómo era posible que sus vecinos cercanos no les dijeran nada.

Recordé que en mi móvil tenía guardado el teléfono de la policía local. Una tarde, regresando a casa, me había cruzado con uno de ellos que iba dando el teléfono a toda la gente que se cruzaba en su camino, anunciando que al fin el pueblo tenía un pequeño grupo de agentes, jóvenes del pueblo, que estaban dispuestos a ayudar en lo que necesitáramos. Nuevamente volví a dudar. Llamar o no llamar. Cruzó mi mente la idea de atravesar la calle, aunque fuera en pijama, y llamar a la puerta del guardia civil que se acababa de mudar a la casa de enfrente, pero ambas cosas me parecieron ridículas. Seguramente me dirían que me fuera a dormir y dejara a la gente en paz, que ya terminarían de pelearse. Para qué iba a buscar problemas o a darlos sin necesidad.

Así, perdida en mis divagaciones, escuché unos gritos de mujer que subían del barranco. Pedía auxilio, pude escucharlo claramente. Y suplicaba. Suplicaba, llorando, desgarrándose la voz, a quien quiera que le hiciera daño, que no le agarrase así, que no le hiciera eso, que dolía, y gemía y lloraba y gritaba. La ventana se me hizo pequeña y, si hubiera tenido alas, habría salido volando hasta encontrarla, hasta parar al maltratador. Entonces un extraño silencio inundó todo.


Estaba a punto de marcar el número de la policía cuando pude escuchar gritos de gente en la calle, sonido de sirenas, que supuse de la policía y tal vez hasta una ambulancia. Respiré tranquila, pensé que todo había terminado al fin y bajé a la cocina para prepararme un té.

La mañana siguiente al llegar a mi trabajo encendí el ordenador y mientras desayunaba, esperando que comenzara mi jornada laboral, busqué el periódico digital.
Uno de los titulares me dejó de piedra. Temblaba y no pude siquiera leer el artículo.
“Joven de 20 años mata a su madre con un cuchillo y agrede a otra mujer en la parada del autobús”.

Mi madre me llamó a media mañana para preguntarme si había escuchado algo. Después, al volver a casa, pude ver las manchas de sangre junto a la parada del autobús y la puerta de la casa con el precinto de la policía. Me sorprendió que la misma está justo al otro lado del pueblo. Aún se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo lo que en realidad ocurrió. Fueron los gritos de la mujer en la parada los que alertaron a los vecinos, mujer que no murió porque estaba acompañada de una amiga que la defendió y puso en fuga al agresor. A él le encontraron escondido en el parque, cerca del río, atemorizado y llorando. A su madre la encontró su pareja, cuando llegó a casa a eso de las 10 de la mañana, después de trabajar toda la noche, decapitada en el suelo de la cocina, bañada en sangre.

Creo que nunca más volveré a pensar que sería estúpido llamar a la policía por unos simples gritos. Violencia es violencia y nunca se sabe hasta que grado llega, sólo la persona que la padece y en este caso… tal vez ella podría haberse salvado. Es la pesada carga que compartimos todos sus vecinos. Estoy segura de que yo no fui la única que la escuchó aquella noche, aullar, suplicar y rogar, hasta su último aliento.

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